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Reciprocidad ambiental: lo que damos cuando tomamos


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Hay una palabra que siempre me ha incomodado: responsabilidad ambiental.

No sé tú, pero a mí me suena burocrática, técnica, como si el planeta fuera una tarea pendiente más en la lista: reciclar, apagar luces, usar menos plástico.

Responsabilidad es lo mínimo.

Pero lo mínimo ya no alcanza.


Lo que realmente necesitamos —y lo que la Tierra nos está pidiendo a gritos— es reciprocidad.


Y la reciprocidad no es un concepto ecológico.

Es un concepto humano.

Es la base de cualquier relación sana.

Si tomo algo, doy algo.


Si recibo algo, devuelvo algo.

Si obtengo vida, entrego cuidado.



Cuando tomo miel, planto flores


Pienso en las abejas.

Si yo tomo su miel —ese oro que crean con la paciencia más antigua del mundo— lo menos que puedo hacer es plantar flores, proteger sus rutas, cuidar el agua y la tierra de la que dependen.


Cuando tomo agua, lo mínimo es saber por dónde corre, cuál es su cuenca, quién la cuida, cómo puedo devolverle algo. Porque el agua no nace del grifo, y las montañas no son eternas si no las honramos.


Cuando recojo frutos o plantas medicinales, lo lógico sería devolver semillas o restaurar el lugar donde las encontré. Es simple. Es justo.


La reciprocidad es el lenguaje que la naturaleza entiende.

Somos nosotros los que lo hemos olvidado.



Legalmente, la Tierra ya tiene derechos. Nosotros somos los que vamos tarde.


Algo que casi nadie sabe: varios países ya han reconocido a la naturaleza como un sujeto de derechos.

Ecuador fue el primero, con la Constitución de 2008 reconociendo a la Pacha Mama como un ser con derecho a existir, regenerarse y restaurarse.

Otros países siguieron: Bolivia, Colombia, Nueva Zelanda…


El mundo legal está comenzando a decir algo que las abuelas ya sabían:

la Tierra no es una propiedad.

Es una entidad viva.

Una con la que convivimos, no una que podemos usar a discreción.


Si la ley lo entiende, ¿por qué a nosotros nos cuesta tanto?



¿Por qué destruimos lo que nos sostiene? (Un poco de psicología humana)


Esta es la pregunta incómoda, la pregunta honesta:

¿por qué la humanidad destruye aquello de lo que depende?


La psicología ambiental tiene respuestas:


1. El sesgo del ahora


El ser humano está programado para priorizar lo inmediato.

Corto plazo sobre largo plazo.

Extracción hoy, consecuencias mañana.

Este sesgo ha guiado decisiones políticas, económicas e incluso familiares.


2. La ilusión de separación


Nos creemos aparte del ecosistema.

Como si pudiéramos respirar sin árboles.

Como si pudiéramos beber agua sin ríos.

Como si fuéramos dueños del lugar, no huéspedes temporales.


3. La cultura del control


Vivimos en una sociedad que valora más el “dominar” que el “relacionarse”.

Más el rendimiento que la presencia.

Más el crecimiento que la permanencia.


Y esa desconexión interna se proyecta afuera:

quien está desconectado de sí mismo, destruye.



El patriarcado también modeló nuestra relación con la Tierra


Esta parte hay que escribirla claro, sin miedo, porque pesa, pero es verdad:


La lógica patriarcal —y no hablo de hombres, sino de una estructura cultural— se ha basado durante siglos en:

• control

• dominación

• propiedad

• extracción


Y esa misma lógica se aplicó sobre la Tierra.

La naturaleza fue vista como recurso, no como ser.

Como objeto, no como madre.

Como “algo para usar”, no “alguien con quien convivir”.


La misma fuerza que invisibilizó lo femenino también invisibilizó lo natural.

La herida es la misma:

la herida del cuerpo que da vida, pero no es respetado.


Por eso muchas ecofeministas dicen:


“La destrucción del planeta es una forma expandida de violencia contra lo femenino.”


Duele porque es verdad.


La Tierra es un cuerpo.

Un cuerpo que sostiene, nutre, protege.

Un cuerpo que pide cuidado.

Un cuerpo que siente exceso, abuso, quema, tala, saqueo.


Lo que hacemos a la tierra no es metafórico:

es exactamente lo que hacemos a los cuerpos que llamamos “femeninos”.



¿Por qué cortamos árboles que no nos estorban?


Algo que me pregunto todo el tiempo:

¿Por qué destruir árboles plantados por generaciones pasadas?

¿Por qué cortar cercos vivos que no bloquean nada?

¿Por qué arrancar raíces que no nos pertenecen?


Creo que la respuesta es esta:


Porque confundimos poder con derecho.

Porque vivimos sin memoria de legado.

Porque no entendemos que somos apenas un capítulo de una historia que no empezó con nosotros y no terminará con nosotros.


La Tierra no necesita que la “salvemos”.

Necesita que dejemos de dañarla.

Es distinto.

Mucho más humilde.

Mucho más humano.



El karma ambiental existe (se llama principio de reacción ecológica)


No hace falta hablar en términos espirituales, aunque yo sí creo en esa dimensión.

Pero incluso desde la ciencia:

• si contaminas agua, bebes contaminación

• si destruyes bosques, el clima se desestabiliza

• si exterminas polinizadores, la agricultura colapsa

• si erosionas suelos, pierdes alimento

• si alteras ciclos naturales, tu propio cuerpo lo siente


La Tierra responde.

No por castigo.

Por equilibrio.


Eso es karma.

Ecológico, directo y real.



Entonces, ¿cuándo vamos a entender?


Quizá cuando recordemos la verdad más simple y más antigua:


Lo que le hacemos a la Tierra, nos lo hacemos a nosotros.


Somos un mismo organismo.

Un mismo diseño.

Un mismo pulso.


La reciprocidad no es una moda, ni una filosofía, ni un deber ecológico.

Es la forma natural de estar en el mundo.


Si tomo, devuelvo.

Si recibo, agradezco.

Si vivo, cuido.


Es así de simple.

Así de profundo.

Así de urgente.

 
 
 

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